Sara
"#AbortoLegalYa" era tendencia número uno en redes mientras yo lo hacía…
2018 Argentina
Hice lo que mi corazón me dijo. No podría arrepentirme jamás de eso.
Entendí que no lo quería desde antes de tener la confirmación, la cual llegó con casi dos semanas de demora, todo por cobarde, por tenerle terror al resultado, esperanzada de que sólo fuera un atraso por estrés, que suele pasarme y era acorde al último mes que había tenido, movido en todo sentido. Conseguí un contacto para el aborto por Internet, de confianza total, mientras luchaba en el hospital —donde tan pésimo me trataron— por la orden para la eco. Tenía esperanzas, también (suena absurdo decir algo semejante), de que fuera ectópico y pudieran hacerme el procedimiento legalmente, pero no: la eco estaba perfecta. Ahí mismo, mientras veía la pantalla, supe que si no estaba feliz era porque había tomado la decisión correcta. Ningún futuro hijo merece que no sonrías al confirmar el embarazo. Si yo no sonreía, significaba que no era el momento idóneo para ninguno de los dos. Fue horrible. Cada día del mes que pasó entre el atraso y la obtención de las pastillas fue una pesadilla protagonizada por alguien que lucía como yo y se llamaba como yo, pero que no lo era ni lo sería, no así, en un estado indeseado producto de una relación de diez años sin sobresaltos de este tipo. Me costó caer, nunca me sentí embarazada; más bien, me sentía despojada de mi propia existencia. Sentirme así me dio aún más la pauta, muy rápido, de que por un fallo del método que nos dio resultado por diez años yo no debía ser madre. Mi novio me acompañó en la decisión aunque con bastante remordimiento, no hacia mí pero sí hacia él. Intenté apoyarlo, pero esa otredad con respecto a mí misma no me permitió hacerlo lo suficiente. Necesitaba amor, abrazos, cariño, y ni mi novio ni mis viejos, que me apoyaron en todo, lograban dármelo. Mi novio por la culpa que sentía, mi mamá por la furia que por momentos le brotaba, mi papá por la confusión y el miedo a que me pasara algo. A los cuatro nos costó, y mucho, aguantar los días que se demoraron las pastillas, pero no logré preocuparme por mí, no pude, no me salió. Y lo padecí mucho, porque me necesitaba a mí misma y no me encontraba por ninguna parte. Me extrañaba, extrañaba mis pasatiempos, mis pasiones, mis preocupaciones como la de no tener trabajo estable y tener sólo a cinco finales de distancia el título universitario por el que tanto había luchado. Extrañaba mis libros, leer los pendientes que tenía y que había guardado para el verano donde esto pasó; extrañaba escribir de una forma latente, como si me faltara un pulmón y no pudiera respirar lo suficientemente bien. No podía más, no dormía, no comía, no dejaba de pensar y pensar y pensar en todo lo que pasaba a mi alrededor. Nunca me sentí más sola en mi vida. Pero qué convencida estaba. Pese a toda la angustia, estaba más convencida que nunca. A las dos semanas y dos días de la confirmación por sangre, casi dos semanas después de la confirmación por la eco y con una agonía casi insoportable de por medio, por lo complejo, conseguí las pastillas. Primero tomé la mifepristona, que no me hizo sentir nada distinto a como venía, sólo tal vez algo de somnolencia. Me equipé bien para el día siguiente con reliverán e ibuprofeno, y a las 24 horas de la pastilla anterior arranqué con el misoprostol. Fue el peor momento de mi vida. Ni siquiera quedó tiempo de angustiarse, de pensar y repensar, de tener dilemas existenciales; el dolor de las contracciones tapó todo. Durante cinco horas, con mamá abrazándome mientras me retorcía, lo único que pude hacer fue llorar de dolor, vomitar de dolor, gritar de dolor. Grité, grité sin parar cada vez que llegó una contracción, mientras mamá me decía que ya iba a pasar, que todo iba a estar bien, y me demostraba, así, de qué estamos hechas las mujeres: de fortaleza. Porque mamá fue la única que tuvo la fortaleza de estar junto a mí, no así mi novio y mi papá. No hay nada que reprocharles, sin embargo; esto tenía que vivirlo con ella. Su decisión de amarme unida a mi decisión de no ser madre en medio de ese dolor lacerante y abrumador fue la metáfora perfecta de lo que estaba pasando. Yo no tenía que ser mamá y tenía que interrumpir ese embarazo antes de que fuera tarde. Porque no se trata de ser lo que el mundo te pide, sino ser aquello que tu corazón te dicta. Si yo no podía darle a ese futuro ser el amor que mamá me estaba dando a mí entonces esa estación, la de la maternidad, no era una hecha para mí. El tren de mi vida debía seguir de largo. Esta vez. Confirmé visualmente el aborto y el dolor bajó inmediatamente. Lo demás, lectora, me lo guardo para mí. Sólo te digo que, pese a lo tortuoso del procedimiento, nunca, en ningún momento, me abandonó la convicción. 1/2/18. En Argentina, Rial abrió el debate sobre el aborto legal. ¡Rial! #AbortoLegalYa fue TT mientras yo lo hacía. Ver a tantas mujeres alzando la voz en la televisión y las redes sociales me hizo entender que debo luchar más activamente. No quiero que ninguna mujer argentina viva jamás la angustia que viví yo. No quiero que se sientan solas, que griten sin voz, que alguien las juzgue por no anhelar la maternidad. Nunca lo quiero: voy a dar todo de mí para ayudar a que tengamos un futuro, todas, lleno de todos esos derechos que el mundo nos sigue negando. Decidir, hacer, deshacer: la elección es de cada una. El derecho debe ser de todas.
No lo busqué, me protegí como lo hice por diez años de pareja estable: no quería ser madre por obligación o mandato social.
¿La ilegalidad del aborto afectó sus sentimientos?
Sí. Me sentí desprotegida, sola, criminal. Me sentí marginada del mundo y de mí misma.